Dioses Muertos, Capítulo 20 – La tribu de los Dioses Gemelos

photo-1443890923422-7819ed4101c0Las dos semanas de viaje de Heda y sus compañeros se convirtieron en tres. la lluvia torrencial les tuvo atrapados durante dos días en una cueva a la que habían accedido tras una complicada escalada y donde habían decidido ocultarse para pasar la noche después de encontrarse con una caravana de comerciantes. El conductor de la cravana les había mirado de manera sospechosa y Heda había afirmado que si pasaban la noche ocultos se ahorrarían posibles problemas, entre ellos despertar con un cuchillo en el cuello o un pequeño ejército de Hijos apuntándoles con sus armas.

-Los Hijos nos estarán buscando, estoy segura. No creo que nadie se haya tragado el cuento de Lander y cuando mi tío se de cuenta de que es incapaz de ver a Jarren, enviará a alguien en nuestra búsqueda.

-O tal vez venga él mismo – dijo Harad, mientras en el exterior la lluvia caía torrencialmente y en el interior se asaban los últimos y escasos pedazos de conejo que les quedaban en la bolsa de provisiones – y nos destruya con su mirada ardiente.

-Mi tío es demasiado teatral para eso. Si nos mata, será delante de una audiencia, creedme.

Pese a que su falta de tatuaje y la de Harad les protegían de las miradas de los dioses y el saquito de Norah hacía lo mismo con Jarren, evitaban pronunciar los nombres de los dioses. Nunca se estaba demasiado seguro de que no había oídos extraños escuchando.

Después de los dos días de lluvias el terreno estaba tan enfangado que avanzar se convirtió en una pesadilla. Tuvieron que dar un enorme rodeo ya que uno de los ríos que atravesaban la zona se había desbordado y estuvieron a punto de perder algunas de sus bolsas de provisiones cuando, caminando a través de una zona pantanosa en la que no veían donde pisaban, Jarren se sumergió en un pozo en el que estuvo a punto de ahogarse.

Por suerte Harad reaccionó con rapidez y se lanzó tras el Oráculo sin dudarlo un segundo. Heda observó las turbias aguas durante unos segundos que se hicieron eternos, dudando sobre si debía ir tras ellos e intentar ayudarles o si sería mejor esperar y mantener las fuerzas para ayudarles a salir del pozo cuando volvieran a la superficie.

La segunda opción resultó ser la correcta, ya que cuando Harad salió de debajo del agua dando bocanadas de aire con desesperación, su cabello rubio lleno de fango y vegetación muerta fue incapaz de salir del profundo agujero donde se había metido ya que llevaba el cuerpo inmóvil de Jarren entre los brazos. Heda tiró de los dos hombres hasta devolverles a tierra firme y tras un par de golpes en el pecho Jarren escupió varias bocanadas de agua sucia, recuperando la consciencia. Los tres pasaron un buen rato sentados en las pantanosas aguas, exhaustos, hasta que recuperaron las fuerzas suficientes para seguir con su viaje.

Cuando llegaron lo suficientemente cerca de la montaña como para verla en su totalidad, con las ropas húmedas, las provisiones menguadas y el frío del cercano invierno calándoseles en los huesos, ésta les pareció un obstáculo inasumible.

-Pero nuestra meta está allí, – dijo Heda, señalando hacia la cima cuando Jarren comentó que no creía que fuera capaz de seguir mucho más – mi hermano está allí, en esa Montaña.

La sensación de familiaridad de Heda les había guiado hacia una de las paredes más inaccesibles de la montaña. Ninguno de los tres conocía el nombre de la montaña ya que hacía tres días que no se habían encontrado con ningún poblado y no habían podido preguntarlo. Heda no había viajado jamás por aquella zona, ya que era un lugar peligroso y alejado de la civilización. Por suerte sus ganas de pasar inadvertidos también les habían evitado encuentros con los seguidores de los Dioses Gemelos, las tribus que habitaban las tierras que rodeaban la montaña.

Jarren y Harad miraron la escarpada pared de la montaña que se alzaba imponente a medio día de camino y luego a Heda, como si hubiera perdido la razón.

-¿Cómo pretendes que subamos ahí? – preguntó Jarren, rompiendo el silencio – no somos cabras.

-El camino es más sencillo de lo que parece. Sólo hay que saber dónde pisar.

-¿Y si resbalamos y nos caemos? – preguntó de nuevo Jarren, cruzándose de brazos.

-Esa sería una muerte mucho menos dolorosa que la que nos puedan regalar los Hijos.

-Sigo sin estar convencido de que esta sea la mejor idea.

Heda suspiró.

– Mirad, si no creéis que en lo alto de esta montaña se encuentren las respuestas a las preguntas que nos atenazan, lo entiendo. No tenéis que subir si no lo deseáis. Pero yo voy a encontrar a mi hermano, sola o acompañada.

– He dicho que no estoy convencido de que esta sea la mejor idea, no que no vaya a hacerlo.

Jarren había abandonado sus hábitos de Oráculo, después de comprar ropa adecuada para el tiempo invernal en uno de los pueblos por los que habían pasado. El gasto continuo en provisiones, ropa de abrigo y útiles para su viaje iba reduciendo sus reservas monetarias, pero al menos aquello significaba que llevaba pantalones, lo que iba a hacer su subida algo más sencilla.

Harad, intentando darle luz a la situación, se echó a reír y golpeó amigablemente a Jarren en la espalda.

– Vamos, hombrecillo, no es para tanto. A un hombre de las Cuevas no le da miedo una montaña.

– No sé si yo soy un hombre de las Cuevas. Nunca me he sentido como tal.

– El tatuaje de tu brazo te marca como uno de nosotros. No es solo Ra… no es solo el Dios quien escoge a sus seguidores. Es la comunidad la que elige a los que entran a formar parte de ella, y si el anciano Oráculo pensó que tu podías valer como sucesor suyo, es que debió ver en ti algo que te hacia digno de formar parte de nuestra tribu.

Jarren resopló, pero sus ojos se iluminaron con cierto optimismo.

-O era la única opción que le quedaba. Yo o una cabra.

-Y seguro que la cabra tenía mejor voz y sabía escalar mejor – bromeó Heda. Pero los comentarios de Harad habían funcionado. Heda se miró su propio brazo, la piel suave e inmaculada.

Ella no pertenecía a ningún lugar.

-Seguro. – asintió Jarren, con una sonrisa.

Habían vuelto a emprender la marcha en un momento de la conversación, y distraídos como estaban charlando y bromeando, con la cercanía de la montaña visible a pocas horas de camino, no se dieron cuenta de que estaban atravesando una zona sin árboles que les ofrecieran protección.

Cuando se dieron cuenta de que los hombres montados a caballo se acercaban por el este, ya era demasiado tarde para correr.

-Tranquilos – dijo Heda, ante la expresión preocupada de Jarren. Harad echó mano a su espada – No, no desenvaines tu arma. Eso nos hará parecer hostiles y es lo último que queremos.

-Ellos parecen hostiles y no les importa demasiado lo que nosotros queramos – apuntó Harad, señalando con la cabeza al grupo de cinco jinetes que se acercaba a toda velocidad, con las armas desenvainadas y dispuestos a atacar.

-Somos dos contra cinco, y ellos van a caballo. Si sacamos nuestras armas no tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir.

-Tendremos menos si no las sacamos – insistió Harad, obstinado. Volvió a poner la mano sobre la empuñadura de su arma y Heda le lanzó una mirada cargada de reprobación.

-Si no vas a hacerme caso, ¿para qué abandonaste a tu familia por mí?

Como un joven que ha sido reprendido por sus mayores pero sigue pensando que tiene razón, Harad apartó la mano de la espada con lentitud deliberada, su rostro manifestando claramente su desacuerdo con la opinión de Heda.

Lo más probable es que Harad tuviera razón al fin y al cabo, pensó Heda. Los seguidores de los Dioses Gemelos no se caracterizaban por su talante comprensivo y pacífico.

No había dos pueblos más unidos en todo el mundo que los de los seguidores de los Dioses Gemelos. Mudke e Irran eran los dos únicos Dioses que habían compartido su tiempo en el útero de su Madre Diosa y sus tribus siempre habían ocupado la misma zona. Cuando llegaba el momento de recibir el Tatuaje, los seguidores de los Dioses Gemelos escogían el símbolo del Dios al que deseaban adorar y nadie, ni siquiera los Dioses, podían cambiar esa decisión. Heda había estudiado a Mudke e Irran bajo la tutela del anciano Oráculo de Radhir, pero jamás había llegado a comprender cual era la verdadera diferencia entre ambos. Mudke e Irran, además, no sólo eran tíos de Heda por parte de padre, como Radhir o Thorne, si no también por parte de madre. Pero aquello no iba a darle ninguna ventaja en la posible negociación por su vida que estaba a punto de suceder.

Los jinetes tardaron apenas unos minutos en ponerse a su altura y rodearles, sin dejar de cabalgar. Los cinco vestían con ropa de invierno en tonos oscuros y en su piel pálida destacaban pinturas de guerra que seguramente indicaban a cuantos enemigos habían matado o algo similar.

Finalmente los jinetes se detuvieron, todavía rodeando a los tres viajeros, y uno de ellos se inclinó hacia adelante con una sonrisa de dientes grisáceos.

– Rein, ¿cuando fue la última vez que viste tres idiotas con más ganas de morir que estos tres? – le preguntó el que había sorprendido a uno de sus compañeros. Éste sólo se encogió de hombros. – Da lo mismo. Son un buen regalo de cumpleaños, ha sido un verano muy aburrido y estaba deseando matar algunos extranjeros.

-Mi madre necesita unos cuencos nuevos – dijo el tal Rein. Su voz sonaba extraña, y Heda pensó que le debía faltar parte de la lengua. ¿Se la habría mordido y arrancado parcialmente sin querer durante algún combate, o alguien se la había cortado?

– Te daré las cabezas de los hombres si las quieres, pero la de la mujer me la quedaré yo. Deka necesita una peluca nueva y el pelo de esa es del color adecuado.

-No queremos molestar – dijo Heda, alzando los brazos – solo queremos llegar a la Montaña. Estamos solo de paso, y enseguida dejaremos vuestras tierras.

-No es un problema de que vayáis a tardar más o menos en dejar nuestras tierras. Mientras estéis aquí, Irran y Mudke nos dan libertad para hacer con vosotros lo que queramos.

-La sangre de los infieles alimenta a la tierra nos allana el camino hacia las Moradas de los Dioses tras la muerte – dijo un tercer jinete, que llevaba la cabeza rapada y a diferencia de sus compañeros no se la cubría con ningún tipo de casco o sombrero. Las puntas de sus orejas estaban ennegrecidas, seguramente muertas y congeladas por haber pasado demasiado tiempo a la intemperie.

-Tenéis derecho a matarnos – dijo Heda, y notó como la mirada de Harad se clavaba iracunda en ella, pero decidió ignorarle. Por el rabillo del ojo miró a Jarren, que sorprendentemente parecía tranquilo y seguro de que ella iba a sacarles de aquella. «No me lo merezco» pensó Heda «no me merezco que me sigan y confíen en mí, cuando lo único que voy a conseguir es matarnos a todos» – pero no os recomiendo que ejerzáis ese derecho. Estamos cumpliendo una misión para los Dioses, y es de vital importancia que sigamos nuestro camino sin interrupciones.

Era un movimiento arriesgado. Si alguno de aquellos hombres era un Oráculo de los Dioses, podía llamar a alguno de los Dioses Gemelos y su historia se derrumbaría más rápido de lo que podrían correr. Pero valía la pena intentarlo.

El líder de los jinetes alzó una ceja y pareció interesado.

– ¿Una misión de los Dioses, dices? ¿Y qué quieren los demás Dioses en el territorio de Irran y Mudke?

Los seguidores de los Dioses Gemelos eran un pueblo extremadamente belicoso, que no había invadido el resto del mundo e impuesto la fe a Irran y Mudke porque habían sido desterrados hacía años por un ejército de Hijos a aquella zona desolada y empobrecida, donde la falta de alimento y la dureza de las condiciones aseguraba que la población no aumentaría lo suficiente como para ser una amenaza para el resto de tribus.

En los años en los que el mundo todavía era joven y cada Hijo servía sólo a su Padre, las guerras habían recorrido el mundo de norte a sur y de este a oeste y las tribus habían vivido en constante conflicto unas con otras. Pero hacía siglos que las tribus habían firmado una paz relativa que se rompía muy de vez en cuando y solo con buenas razones. El confinamiento de los Hijos en la Fortaleza había sido un movimiento clave para conseguir aquella paz. Y ahora parecía que los Hijos se habían dado cuenta de que unidos, podían imponerse a todas las tribus que hacía siglos les habían controlado.

Heda intentó sonreír de manera despreocupada pero no lo consiguió.

-Los Dioses no me permiten revelar…

-Si los Dioses no te permiten revelar qué es lo que estáis haciendo aquí, no tenemos por qué escucharos, así que si queréis, quedaros quietos y moriréis rápido, aunque personalmente me gustaría que intentarais escapar, hace tiempo que no tenemos una buena cacería.

Heda tensó el cuerpo y echó la mano a su arma al mismo tiempo que Harad desenvainaba la suya. Los jinetes lanzaron un grito que le heló a Heda la sangre en las venas.

Y entonces Heda recibió una flecha en el hombro.

El dolor subió como la espuma a su cerebro y durante unos segundos nubló su mente y le hizo darse cuenta algo más tarde que el resto que ninguno de los seguidores de los Dioses Gemelos llevaba encima un arco.

Heda se volvió hacia la dirección de la que había venido la flecha, a su espalda y vio que los demás también estaban mirando hacia aquel lugar. En lo alto de una pequeña agrupación de rocas se alzaba una figura oscura recortada contra la claridad grisácea del cielo de finales de otoño, con un arco entre las manos. Cuatro flechas más se clavaron en rápida sucesión en cuatro de los jinetes, matándolos al instante. El quinto, el hombre calvo con las orejas quemadas por el frío, espoleó a su caballo e intentó huir, pero una flecha le atravesó el cuello cuando no había recorrido más que un puñado de metros. En cuanto notó que su jinete perdía el control de las riendas, el caballo se detuvo y volvió con los otros cuatro, que seguían inmóviles todavía rodeando a los tres viajeros.

Jarren corrió hacia Heda, que se estaba sujetando el brazo para intentar contener las olas de dolor que radiaban desde su hombro y le inspeccionó la herida, mientras que Harad se puso delante suyo para intentar protegerles de las flechas del misterioso desconocido. Pero éste dejó de disparar, se bajó de un salto de su improvisado pedestal y recorrió la distancia entre él y el grupo de Heda a largas zancadas.

A Heda le costó algo darse cuenta de que el dolor que sentía en el hombro estaba cubriendo algo más. La sensación en su cabeza que le había estado indicando la dirección en la que se encontraba su hermano se había disparado, llenándolo todo, inundando su mente como una bruma plateada.

El hombre se detuvo a escasos pasos de Harad. Su piel estaba morena y curtida por el sol y los elementos y tenía el cabello canoso cortado de manera irregular. Heda se sorprendió al ver que su ojo izquierdo estaba cubierto por una banda de piel, y echó una mirada a los jinetes muertos: cada flecha había dado en el blanco con una precisión extraordinaria. Los cinco habían muerto con nada más que una flecha en el cuello, el ojo o, concretamente en uno de ellos, a través de la boca.

Heda comprendió que si el hombre hubiera querido matarla, estaría muerta.

Harad alzó su espada para detener al misterioso desconocido, pero Heda, apretando los dientes, se acercó al guerrero de la tribu de las Cuevas y le puso la mano en el hombro para tranquilizarle.

-No Harad. No nos va a hacer nada.

-¿Cómo puedes estar tan segura? – preguntó Harad entre dientes, sin apartar la vista del arquero, que les miraba con una expresión indescifrable en el rostro, su único ojo de un gris tan acerado que parecía poder cortar.

– Porque es mi Hermano.

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