Durante las siguientes semanas, Dira aprendió muchas cosas en el Monasterio de las Madres Bendecidas. Aprendió que no se le daba bien coser, cocinar ni la jardinería. Aprendió que olores que antes le resultaban agradables ahora le hacían sentir náuseas y que apenas podía retener ningún tipo de alimento en su estómago. Aprendió que su habilidad más preciada, su voz, no tenía ningún tipo de valor en aquel lugar en el que el Silencio y la obediencia eran lo más importantes.
-Me voy a volver loca – le dijo una noche a Teahn, mientras la joven pelirroja se peinaba la larga cabellera. Dira, acurrucada en su cama, se sentía pequeña y miserable al lado de su amiga. A Teahn el embarazo le había sentado de maravilla: su piel brillaba, su pelo estaba más sano y fuerte y no tenía problemas para comer lo que le apeteciera. – No sirvo para nada en este lugar, y voy a tener que pasarme el resto de mi vida encerrada entre estas cuatro paredes.
Lo cierto es que pese a sus temores iniciales, no le había resultado tan difícil acostumbrarse a la vida en el exterior. Ella y Teahn solían pasar largos ratos en el huerto del Monasterio, o en los pequeños jardines y patios amurallados que salpicaban el perímetro exterior del edificio. La piel pálida de Dira, poco acostumbrada a vivir bajo la luz del sol, estaba comenzando a tomar algo de color bajo el tenue sol del invierno.
Pero aquellos momentos no conseguían borrar la sensación de que Dira no servía para nada. La Madre Superiora siempre tenía una expresión de fastidio en el rostro cuando le intentaba enseñar la forma correcta de hacer las cosas. Llegó un momento en que Dira dejó de escuchar y la Madre Superiora dejó de intentar enseñarle.
-Las cosas cambiarán cuando tu Hijo haya nacido – le dijo un día la mujer – A muchas mujeres se les sube el embarazo a la cabeza y no son capaces de aprender cosas nuevas.
Dira no odiaba a la Madre Superiora. Tampoco le caía bien, pero no la odiaba.
Una mañana, mientras ella y Teahn mordisqueaban algunas frutas de invierno bajo el sol, una de las Madres Bendecidas más jóvenes se acercó a ellas.
-Una de las mujeres del pueblo está a punto de dar a luz y ha solicitado una comadrona – les dijo cuando llegó junto a ellas – la Madre Superiora quiere que vengáis conmigo para que veáis como es un parto.
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